Un cuento que debía ( II )...
Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban lo que ocurría desde detrás de unos matorrales
El sirviente vio la bolsa, leyó el mensaje, agitó el saco y, al oír el sonido metálico que salía de su interior, se estremeció, apretó el tesoro contra su pecho, miró a su alrededor para comprobar que nadie le observaba y volvió a entrar en su casa.
Desde fuera se oyó cómo el criado atrancaba la puerta, y los espías se asomaron a la ventana para observar la escena.
El criado había tirado al suelo todo lo que había sobre su contenido del saco. Sus ojos no podían creer lo que estaban viendo.
!Era una montaña de monedas de oro!
Él, que nunca había tocado ninguna, tenía ahora toda una montaña.
El paje las tocaba y amontonaba. Las acariciaba y hacía que la luz de la vela brillara sobre ellas. Las juntaba y las desparramaba, haciendo pilas con ellas.
Así, jugando y jugando, empezó a hacer montones de diex monedas. Un montón de diez, dos montones de diez, tres montones, cuatro, cinco, seis... Mientras, sumaba: diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta... Hasta que formó el último montón... !y era de nueve monedas!
Primero su mirada recorrió la mesa, buscando una moneda más. Después miró el suelo y, finalmente, la bolsa.
, pensó. Puso el último montón al lado de los otros y comprobó que era más bajo.
-!Me han robado!- gritó-.!Me han robado! !Malditos!.
Volvió a buscar sobre la mesa, por el suelo, en la bolsa, en sus ropas, en sus bolsillos, debajo de los muebles... Pero no encontró lo que buscaba.
Sobre la mesa, como burlándose de él, un montoncito de monedas resplandeciente le recordaba que había noventa y nueve monedas de oro. Sólo noventa y nueve.
, pensó., pensaba.
El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma. Tenía el ceño fruncido y los rasgos tensos. Sus ojos se habían vuelto pequeños y cerrados, y su boca mostraba un horrible rictus, a través del cual asomaban sus dientes.
El sirviente guardó las monedas en la bolsa y, mirando hacia todas partes para comprobar que no le viera nadie de la casa, escondió la bolsa entre la leña. Después tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos.
¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien?
El criado hablaba solo, en voz alta.
Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después, quizá no necesitaría volver a trabajar.
Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar.
Con cien monedas un hombre es rico.
Con cien monedas se puede vivir tranquilo.
Terminó su cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que pudiera recibir, en once o doce años tendría lo necesario para conseguir otra moneda de oro.
, pensó.
Quizá pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo durante un tiempo. Y, después de todo, él mismo terminaba su trabajo en palacio a las cinco de la tarde, de manera que podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello.
Hizo cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años podría reunir el dinero.
!Era demasiado tiempo!
Quizá pudiera llevar al pueblo la comida que les sobraba todas las noches y venderla por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más cantidad podrían vender.
Vender, vender...
Estaba haciendo calor. ¿Para qué querían tanta ropa de invierno? ¿Para qué tener más de un par de zapatos?
Era un sacrificio. Pero en cuatro años de sacrificio conseguiría su moneda número cien.
El rey y el sabio volvieron a palacio.
El paje había entrado en el círculo del noventa y nueve...
Durante los meses siguientes, el sirviente siguió sus planes tal como los había concebido aquella noche. Una mañana, el paje entró en la alcoba real golpeando la puerta, refunfuñando y de malas pulgas.
-¿Qué te pasa?- preguntó el rey con buenas maneras.
-No me pasa nada, no me pasa nada.
-Antes, no hace mucho, reías y cantabas constantemente.
-Hago mi trabajo, ¿verdad? ¿Qué quiere su majestad? ¿Qué sea su bufón y su juglar también?
No pasó mucho tiempo hasta que el rey despidió al sirviente. No era agradable tener a un paje que siempre estaba de mal humor.
P.D. o moraleja...Siempre nos falta algo para estar satisfechos, y sólo satisfecho se puede gozar de lo que se tiene.
Un beso.
El sirviente vio la bolsa, leyó el mensaje, agitó el saco y, al oír el sonido metálico que salía de su interior, se estremeció, apretó el tesoro contra su pecho, miró a su alrededor para comprobar que nadie le observaba y volvió a entrar en su casa.
Desde fuera se oyó cómo el criado atrancaba la puerta, y los espías se asomaron a la ventana para observar la escena.
El criado había tirado al suelo todo lo que había sobre su contenido del saco. Sus ojos no podían creer lo que estaban viendo.
!Era una montaña de monedas de oro!
Él, que nunca había tocado ninguna, tenía ahora toda una montaña.
El paje las tocaba y amontonaba. Las acariciaba y hacía que la luz de la vela brillara sobre ellas. Las juntaba y las desparramaba, haciendo pilas con ellas.
Así, jugando y jugando, empezó a hacer montones de diex monedas. Un montón de diez, dos montones de diez, tres montones, cuatro, cinco, seis... Mientras, sumaba: diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta... Hasta que formó el último montón... !y era de nueve monedas!
Primero su mirada recorrió la mesa, buscando una moneda más. Después miró el suelo y, finalmente, la bolsa.
-!Me han robado!- gritó-.!Me han robado! !Malditos!.
Volvió a buscar sobre la mesa, por el suelo, en la bolsa, en sus ropas, en sus bolsillos, debajo de los muebles... Pero no encontró lo que buscaba.
Sobre la mesa, como burlándose de él, un montoncito de monedas resplandeciente le recordaba que había noventa y nueve monedas de oro. Sólo noventa y nueve.
El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma. Tenía el ceño fruncido y los rasgos tensos. Sus ojos se habían vuelto pequeños y cerrados, y su boca mostraba un horrible rictus, a través del cual asomaban sus dientes.
El sirviente guardó las monedas en la bolsa y, mirando hacia todas partes para comprobar que no le viera nadie de la casa, escondió la bolsa entre la leña. Después tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos.
¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien?
El criado hablaba solo, en voz alta.
Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después, quizá no necesitaría volver a trabajar.
Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar.
Con cien monedas un hombre es rico.
Con cien monedas se puede vivir tranquilo.
Terminó su cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que pudiera recibir, en once o doce años tendría lo necesario para conseguir otra moneda de oro.
Quizá pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo durante un tiempo. Y, después de todo, él mismo terminaba su trabajo en palacio a las cinco de la tarde, de manera que podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello.
Hizo cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años podría reunir el dinero.
!Era demasiado tiempo!
Quizá pudiera llevar al pueblo la comida que les sobraba todas las noches y venderla por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más cantidad podrían vender.
Vender, vender...
Estaba haciendo calor. ¿Para qué querían tanta ropa de invierno? ¿Para qué tener más de un par de zapatos?
Era un sacrificio. Pero en cuatro años de sacrificio conseguiría su moneda número cien.
El rey y el sabio volvieron a palacio.
El paje había entrado en el círculo del noventa y nueve...
Durante los meses siguientes, el sirviente siguió sus planes tal como los había concebido aquella noche. Una mañana, el paje entró en la alcoba real golpeando la puerta, refunfuñando y de malas pulgas.
-¿Qué te pasa?- preguntó el rey con buenas maneras.
-No me pasa nada, no me pasa nada.
-Antes, no hace mucho, reías y cantabas constantemente.
-Hago mi trabajo, ¿verdad? ¿Qué quiere su majestad? ¿Qué sea su bufón y su juglar también?
No pasó mucho tiempo hasta que el rey despidió al sirviente. No era agradable tener a un paje que siempre estaba de mal humor.
P.D. o moraleja...Siempre nos falta algo para estar satisfechos, y sólo satisfecho se puede gozar de lo que se tiene.
Un beso.
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